viernes, 27 de mayo de 2022

LA SITUACIÓN DE LA MUJER RIFEÑA MELILLENSE EN LA ÉPOCA DEL APARTHEID (1903-1987)

Oprimidos los hombres, es una tragedia. Oprimidas las mujeres, es tradición.

Letty Cottin


Hasta el Movimiento de 1985, la mayoría de los nativos amazies de Melilla estaban desprovistos de sus derechos cívicos y sociales más básicos. Sumidos en la marginalidad, la violencia colonial fue especialmente intensa contra la mujer rifeña melillense en tanto mujer, nativa y pobre.

A continuación les presentamos un caso real que el escritor Ricardo Crespo pudo inmortalizar en su libro "Entre moros y cristianos". Advertimos de su crudeza:

«La mañana anterior se había levantado malhumorado al ruido de las tracas y cohetes que anunciaban un día más de feria. Era el décimo. (...) Le habían dicho que cuando la feria terminara quizá tendría trabajo desmontando las casetas y él respondió por centésima vez: "In sha a'Llal".

Mientras su mujer recogía del suelo la manta en que dormía, se sentó en un cojín para tomar su té de hierbabuena, tal y como se acostó y como saldría a la calle: desde hacía más de un mes llevaba siempre la misma ropa. Pero no era eso lo que le preocupaba. Sus tres hijos más pequeños dormían aún en el colchón en un rincón del cuarto y Jamila, la hija mayor, no estaba en el sofa ni en el patinillo donde se encontraban cocina, lavandero, tendedero, retrete, lavabo y el lugar de expansión y recreo.

—¿Donde está Jamila? —le había preguntado a su mujer.

—Con la señora, que es feria

—¿Cuál señora?

—Una nueva. Empezó ayer.

—Levanta a los hijos y que salgan con la caja a la calle —ordenó y sorbió ruidosamente el té caliente.

Fue después de lavarse en la jofaina cuando vio los zapatos colocados a la entrada del cuarto: negros y relucientes, parecían pertenecer a un fantasma invisible a punto de echar a andar y llevárselos. En pocos segundos, a aquel fantasma le dio varios nombres y lo encarnó en varias figuras conocida, pero no acertó.

—Son tuyos. De Jamila, que la señora es buena y es feria —le aclaró su mujer.

—Me están bien.

—Son tuyos.

Estuvo toda la mañana y parte de la tarde mirándolos y tomando té y, al caer la tarde, se salió contento y agradeciendo a Alá que había permitido que expulsaran a Jamila de una casa donde el hijo de la señora la molestaba con sobeos furtivos, para hacerla entrar en otra de gente buena y con dinero. Rezó en la mezquita con temor de que, por equivocación, se llevaran sus zapatos; en la calle se encontró a los hijos vendiendo chicle y tabaco y, con los 40 duros que les pidió, se tomó un refresco en un cafetín de la feria. Luego echó a a andar entre el bullicio de la gente, observando aquel mareo andaluz y cristiano y sintiéndose observado en sus zapatos nuevos donde brillaban los farolillos verbeneros del paseo.

Y sin pensarlos ni quererlo estaba allí, como si los zapatos, cual yunta que supiera encontrar su amo y su pesebre, le hubieran conducido. Estaba allí, delante de aquella zorra indecente que se ocultaba tras el biombo y la débil luz de bombillas rojas, abrazando a un golfo: un brazo de ella rodeaba la nuca del hombre y una pierna se enroscaba en la entrepierna de él, mientras la otra mano cogía una mano y los labios besaban los labios de una cara abotargada por la bebida; la mano libre acariciaba un pecho de ella por debajo del sostén.

Le entraron ganas de separar con un puntapié a aquellos perros pegados por el perros pegados por el sexo y apenas si le salía lo que gritó:

—¡Jamila! 

La hija se separó del cliente bruscamente, como si despertara de una pesadilla en donde era violada, y se quedó mirando a su padre con la misma fascinación y terror con que una serpiente venenosa se entrega a un basilisco antes de ser aniquilada. Deseaba huir, correr por un camino arenoso entre suaves colinas verdes, sus nueve trenzas al aire, y el tintinear de los dorados alamares de su chilaba de desposada convocando a un convite de familiares y amigos de toda la cábila, al pie mismo del lecho matrimonial en el que sería desflorada, compitiendo sus quejidos con vagidos de cordero degollados y "yuyuis" festivos de mujeres tatuadas. Pero descendió a aquella mugrienta sala del Pub Nairobi subyugada por los ojos hirientes del padre que ardían entre densas nubes de humo de tabaco y rumores escandalizados de prostitutas y chulos. Más abajo, donde se posó la mirada derrotada de Jamila, estaban los zapatos negros y nuevos de Hassan, manteniendo la figura del acusador. Y en ellos encontró Jamila una razón para agarrarse a la vida, parta recorrer el cuerpo de su padre como una creación suya y, metiéndose la mano por los pliegues de la falda, sacar un puñado de dirhams.

—Aquí gano dinero para comprar cosas, padre. Mucho dinero.

Hassan volvió llorando a la feria. A ratos trataba de pensar en que había pecado y a ratos acertaba a ver su indigencia de musulmán melillense en paro y la necesidad de comer y vestir él y su familia. Apretaba el puñado de dirhams en el bolsillo, lo arrugaba hasta convertirlo en una pelota de papel sin valor y, acto seguido, daba puntapiés a cuanto objeto menudo encontraba a su paso. El bofetón que pegó a su hija Jamila o le parecía poco o lo sentía en su propia cara y no sabía con claridad si, al arrebatarle el dinero a su hija de un manotazo, ejerció un acto de castigo o de compensación. Le molestaban, sobre todo los zapatos y se los quitó pero, sin atreverse a quitarlos, los llevaba en la mano en un gesto que a la gente le parecía ridículo y para él era la prueba de su deshonor. Volvió a calzarse y comenzó a beber por tascas, bares y casetas, en un peregrinaje que transformaba la vergüenza en inconsciencia y la amarga resignación en violencia.

Y así me lo encontré semanas antes de que me contara esta historia que yo reproduzco como un cuadro típico. (...) Yo presentía que algo iba a pasar y pasó. En medio de aquella explosión de política y españolismo, Hassan no pudo aguantar ni una copa de vino más, ni el remordimiento de estar gastándose el dinero que su hija Jamila ganaba desnudándose para que él se vistiera ni las miradas despreciativas del camarero y tirando la camisa y un zapato a las mesas más próximas, en un arrebato de valor se bajó la cremallera de la bragueta y se sacó una verga arrugada y negra como si fuera un cirio derretido y, sin más palabras, la ofreció al respetable.

Durante unos minutos, el moro Hassan formó en aquella caseta el máximo revuelo de la feria y el show tuvo su epílogo cuando, sangrando por el labio y la nariz, al lado de su camisa, zapato, documento nacional de identidad y un puñado de billetes, pedía que le protegiera la policía de la agresión del camarero, porque aseguraba que era español, melillense de toda la vida y, como tal, podía llegar a ser ministro.

La policía se lo llevó entre las risas de la gente.»

CRESPO RUIZ, RICARDO. (1984). Entre moros y cristianos. Ed. Andalucía. 


EPÍLOGO

La historia que cuenta Ricardo Crespo es una de tantas que se daban en nuestra ciudad exponiendo cristalinamente el modelo de dominación y opresión hacia la población nativa rifeña, derivado de su exclusión de todo derecho social y aun cívico. 

Una de las premisas básicas del colonialismo, a decir, convertir al pueblo dominado en el substituto de la clase trabajadora nacional, sometiéndolo a condiciones abusivas y de explotación se cumplía a la perfección en el trato dado a los rifeños de Melilla (Mric) y Cebta.  

 Años atrás, otro periodista llegado a Melilla, Fernando González denunciará desde las páginas de la Revista Triunfo, la situación que vivía la población originaria de Mric (Melilla), tachándola explícitamente de colonial:

 «Mientras algunos de sus hijos venden en la calle chicle, tabaco, grifa o collares. Las hijas habrán de prostituirse, en la mayoría de los casos."

GONZÁLEZ, FERNANDO. (24-11-1977). La guerra secreta de Melilla. Revista Triunfo, pp. 25-29. 

Los norteafricanos rifeños de las plazas habremos de esperar al surgimiento de un revolucionario movimiento cívico, el Movimiento de 1985, y de un líder carismático rifeño, Aomar Mohamedi Duddú, para que todo cambiara para siempre.




         

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